iempre he vivido para mí. Nunca me ha importado encajar en moldes ajenos, ni cumplir con las expectativas que otros proyectan sobre cómo “deberíamos” ser, vestirnos o vivir. Desde muy joven entendí —o más bien, sentí— que la libertad más grande que una persona puede tener es la de ser auténtica, aunque eso implique ser malinterpretada, criticada o incluso rechazada.
No digo que haya sido fácil. Porque no lo ha sido. Vivir fiel a una misma, en un mundo que premia la apariencia por encima de la esencia, muchas veces es nadar contra corriente. Me han criticado por ser diferente, por no seguir modas, por no tener “ambición” en los términos convencionales. Me han señalado por no priorizar lo material, por no mostrarme interesada en las marcas, los lujos o las tendencias que llenan los escaparates y los feeds de las redes sociales.
Pero la verdad es que nunca he sentido que debo aparentar algo que no soy.
Mientras muchos a mi alrededor vivían esclavos del “cómo se ve”, yo siempre he vivido guiada por el “cómo se siente”. Para mí, la ropa es comodidad, no estatus. La belleza es honestidad, no filtros. Y el valor de una persona no se mide por el coche que conduce ni por la cartera que lleva, sino por la paz que transmite, la coherencia que vive y la profundidad de su mirada.
Eso no quiere decir que no disfrute arreglarme o sentirme bien con mi aspecto. Claro que sí. Pero nunca ha sido por los demás. Nunca me he vestido para gustarle a nadie, ni me he maquillado para encajar. Lo hago —cuando lo hago— porque quiero, porque me nace, porque me representa. Y si un día quiero salir sin una gota de maquillaje, despeinada, con la ropa más cómoda que tenga... salgo. Porque mi valía no se esfuma cuando no cumplo con los estándares estéticos de nadie.
He visto cómo muchas personas a mi alrededor se desgastan —emocional y financieramente— por alimentar una imagen que no les pertenece. Gastan cantidades absurdas de dinero en ropa de marca, en tratamientos estéticos, en gadgets de última generación, en lo que sea que les dé esa sensación de “estar a la altura”. Pero, ¿la altura de qué? ¿De quién?
He visto gente endeudarse por mantener una fachada. Personas que no se permiten disfrutar de una tarde sencilla porque tienen que aparentar estar siempre en un lugar mejor, más caro, más “instagrameable”. Y lo más triste es que, detrás de esa perfección, muchas veces hay vacío, ansiedad, soledad. Una desconexión profunda entre la imagen que muestran y la vida que viven.
Yo elegí otra ruta. Elegí vivir con los pies en la tierra y el corazón despierto. Elegí disfrutar de lo que tengo, no anhelar constantemente lo que no necesito. Elegí la verdad de mi camino, aunque no luzca como el de los demás.
He sido juzgada por eso. He sentido miradas que dicen “no estás a la moda”, “no estás haciendo lo correcto”, “te falta ambición”. Pero también he sentido otras miradas —más silenciosas, más sinceras— que dicen “ojalá pudiera vivir así”. Porque cuando vives en coherencia contigo misma, inspiras sin proponértelo.
No tengo la vida perfecta. Pero tengo paz. No tengo un armario lleno de marcas, pero tengo historias que contar. No vivo para los likes, vivo para los momentos. Y cuando me miro en el espejo, no veo una máscara, veo a alguien real. Y eso vale más que cualquier validación externa.
Porque, al final, vivir bien no es vivir para impresionar, sino vivir para sentir. Y yo elijo sentirlo todo: la alegría, la contradicción, la autenticidad, la libertad.
Mi vida puede no parecer ideal para muchos. No luce como las revistas, ni como los perfiles pulidos de las redes sociales. Pero es mía. Y eso, para mí, es suficiente.