uando el alma lo siente antes que tú.
Hay algo que nunca falla, aunque a veces intentemos ignorarlo: la energía. Esa impresión sutil que sentimos al entrar en un lugar, al conocer a alguien, o incluso al leer un mensaje. Puede parecer invisible, pero su impacto es real y poderoso. A veces no entendemos por qué alguien nos incomoda, por qué una conversación nos deja drenados, o porqué ciertos espacios nos abruman… hasta que recordamos que la energía no necesita permiso para hablar.
Desde hace tiempo aprendí a prestarle atención a eso que no se dice, pero que se percibe con fuerza. He entrado en habitaciones donde todo parecía en orden —las sonrisas, la decoración, la cortesía—, pero el aire se sentía denso, como si algo estuviera fuera de lugar. También he conocido personas encantadoras en lo superficial, pero su vibración me dejaba intranquila, en alerta. El cuerpo se tensaba. La respiración se volvía corta. Era como si una parte de mí supiera que algo no encajaba.
Por mucho tiempo dudé de esa percepción. Me decía a mí misma: “No seas prejuiciosa”, “estás exagerando”,“dale una oportunidad”. Y en varias ocasiones, esa elección de ignorarme me llevó a quedarme donde no debía, a confiar en quien no lo merecía, a abrir la puerta de mi energía a personas que sólo vinieron a vaciarla.
Con el tiempo entendí que no era juicio, era intuición. Que no era rechazo, era autoprotección. Que no todo lo que incomoda es malo, pero lo que agota sí debe observarse. Porque la energía no se puede disfrazar por mucho tiempo. Podemos aprender a mentir con palabras, a construir personajes, a actuar… pero lo que vibra, lo que emite el alma, eso no tiene filtro ni guión.
Y así como aprendí a leer la energía de los demás, también aprendí a cuidar la mía. Porque muchas veces no es que el mundo esté cargado, es que nosotros estamos sin escudo, sin límites, demasiado abiertos a todo lo que no nos pertenece. Aprendí que mi paz no es negociable. Que mi energía necesita espacios seguros, personas conscientes y silencios que abracen, no que asusten.
Ahora, antes de profundizar un vínculo, observo cómo me siento después de compartir. ¿Me siento más liviana o más cansada? ¿Siento que me recargaron o que me extrajeron algo? ¿Puedo respirar con libertad o tengo que contenerme? Las respuestas están ahí, claras, aunque no vengan con palabras.
Hay personas que no necesitan herirte para quitarte la energía: basta con su presencia caótica, su necesidad constante, su drama eterno. Y hay otras que apenas llegan, y todo se aquieta. Esas personas son medicina. No porque resuelvan tus problemas, sino porque su energía no compite, no exige, no drena… simplemente está. Y estar, en este mundo saturado de ruido, es un regalo.
A quienes me leen, les dejo esto: escuchen su cuerpo. Atiendan su energía. Aprendan a retirarse sin tener que dar demasiadas explicaciones. La paz no siempre hace ruido, pero cuando llega, se nota. Y cuando se va, se siente más que cualquier palabra. Que no les dé miedo alejarse de donde su alma no puede descansar.
Porque al final, todo lo que es real vibra. Y todo lo que no vibra contigo, no es para ti.